El 14 de mayo de 1588, sábado, trajeron en procesión a la imagen de Nuestra Señora de Sonsoles desde su ermita a la ciudad, no para pedir que intercediera ante Dios por el cambio de tiempo en épocas de sequía, sino para pedir a Dios por el buen suceso de la Gran Armada que se había formado para invadir Inglaterra. Para ello, la imagen de la Virgen fue llevada hasta la iglesia de Santiago, donde al día siguiente, domingo, fue llevada en procesión a la catedral para continuar las rogativas. Poco después, la flota partía a Lisboa.
A finales de junio, el concejo piden al obispo y cabildo de sacar en procesión al Santísimo Sacramento de los Herejes (se encuentra en Santo Tomás), para suplicar por la Armada, pero la procesión al final no se llevó a cabo. A mediados de agosto las primeras noticias decían que sus oraciones habían sido escuchadas, pero aquello no se cumplió, pues la empresa de la Gran Armada fracasó estrepitosamente. Los regidores abulenses, envían una embajada ofreciendo al rey sus fuerzas y sus haciendas. Poco después, Felipe II les contesta agradecido comentando su voluntad de que aporten, cuando se les pida, los medios para tan importante servicio a Dios.
Felipe II, ante el peligro de la situación – un enemigo armado, cada vez más fuerte y una hacienda regia vacía –acuerda, junto con los procuradores, conceder un servicio al rey de ocho millones de ducados, a pagar en cuatro años dejando en manos de los concejos cómo lo recaudarían. La novedad de este “servicio” radica en que se extendía a todos los estamentos (recordemos que los nobles y clérigos estaban exentos de impuestos) siendo de obligado cumplimiento, pretendiendo una buena recaudación.
El concejo de Ávila no se tomó a bien este desembolso, y rápidamente escribieron al rey mostrándole unas condiciones que, por supuesto, Felipe II no aceptó. No obstante, los procuradores de Ávila pusieron al servicio “de los millones” siete condiciones, entre las que destacan que el dinero fuera empleado en la empresa de Inglaterra y no en otra cosa, no se pidiera prórroga ni más dinero una vez desembolsado, o que durante el tiempo de seis años en que se han de pagar los dichos ocho millones no ha de haber otro impuesto y que los clérigos y nobles estuvieran exentos de pagar este impuesto.
A todo esto, el clero se niega a ser gravado mediante sisa, interviniendo incluso el papa, obligándoles a contribuir (aunque presentaron recurso y hacia 1593 todavía estaba en los tribunales). Con esta situación, mientras los regidores se reunían y trataban de poner remedio al problema, algunos vecinos de la ciudad optaron por expresar sus inquietudes con protestas por la situación y su indignación por la imposición del servicio de forma sediciosa.
El 20 de octubre de 1591 fue día de fiesta grande en la ciudad de Ávila. En el monasterio de Santa Ana se celebró la consagración del abulense Sancho Dávila, hermano del marqués de Velada, ayo y mayordomo del príncipe Felipe, persona influyente en la Corte – como obispo de Cartagena. Fue un sonado acontecimiento, con gran afluencia de gente, motivo que fue aprovechado para que al día siguiente, 21 de octubre, aparecieran por la mañana en distintos puntos de la ciudad siete pasquines o papelones en los sitios más representativos (en las puertas de la catedral, en la puerta de las carnicerías nuevas, en una pared de la calle Berruecos, en la iglesia de San Juan y en otros lugares públicos) que tenían palabras injuriosas contra el rey por la imposición y el sistema de recaudación de los millones.
Esto produjo un gran revuelo en el concejo, comunicándole al rey, quien mandó al alcalde de casa y corte Pareja de Peralta con varios funcionarios, quienes tras las pesquisas adecuadas detuvieron a los pocos días a siete personas:
- El regidor Enrique Dávila, señor de Navamorcuende, Villatoro y Cardiel.
- Diego de Bracamonte, señor del valle de la Pavona, emparentado con los señores de Fuentelsol.
- Marcos López, cura de la iglesia de Santo Tomé (condenado a 10 años de galeras más destierro perpetuo del reino)
- El licenciado Daza Cimbrón (absuelto)
- Sancho Sánchez Cimbrón, regidor y descendiente de comuneros (absuelto)
- El médico Francisco de Valdivieso, morisco (absuelto)
- El escribano de número Antonio Díaz (condenado a 10 años de galeras más destierro perpetuo del reino)
Cuatro meses después, el 14 de febrero de 1592, se conoció la sentencia, siendo condenados a muerte, por ser culpables por delito de lesa majestad, Enrique Dávila y Diego de Bracamonte.
Enrique Dávila fue condenado a muerte y sus bienes confiscados en Villatoro y Navamorcuende. Apeló y su condena fue conmutada a cadena perpetua en la fortaleza de Turégano y no se le vuelve a nombrar.
“Pocos días para Ávila más tristes que aquel lunes, 17 de febrero de 1592”.
Así comienza el capítulo de la Gloria de Don Ramiro, obra de Enrique Larreta, que cuenta el ajusticiamiento de Diego de Bracamonte. Don Diego es conducido desde la Alhóndiga, cárcel de los nobles, montado en una mula, enlutado y con capuz y caperuza de bayeta, las manos atadas a un listón y una cadena al pie. Con un cortejo en silencio, compuesto por las cofradías de pobres y frailes, atraviesa las calles de Ávila: hizo su entrada por la puerta del Alcázar, siguiendo por la calle Aldrín (don Gerónimo), camino del Mercado Chico. El reo confesó durante hora y media con fray Antonio de Ulloa. El escribano rogó que hiciera una confesión entera del crimen, pero por repetidas ocasiones mantuvo que era él el único culpable. Al final, don Diego, tapado el rostro con un tafetán negro y arrimada la cabeza a un madero, fue decapitado – privilegio por ser noble, y no ahorcado – casi a las seis de la tarde, frente a una gran expectación en silencio. Por la noche, su cuerpo fue recogido por los caballeros abulenses, enlutados, que durante el día y en señal de duelo y protesta por la ejecución, se habían quedado en sus palacios. Lo condujeron hasta la capilla de Mosén Rubí, donde lo velaron, y un cuadro sobre la sacristía dice:
“Rogad a Dios en caridad por el ánima del noble caballero Don Diego de Bracamonte, que por defender los intereses de Ávila fue decapitado en la plaza del Mercado Chico, el lunes 17 de febrero de 1592, en cuya noble estuvieron sus restos depositados en esta capilla. Al día siguiente fueron trasladados a la capilla de San Francisco donde reposan. R.I.P.”.
Tras esta ejecución la ciudad permaneció impasible, a partir de entonces la nobleza iría abandonando la ciudad, buscando completar sus rentas agrarias con algún cargo o prebenda cerca de la Corte y la vida de la ciudad continua como siempre, haciendo esfuerzos por olvidar lo sucedido, y los abulenses comienzan a interesarse por la canonización de Santa Teresa, comisionando a dos regidores, Alonso Navarro y Sancho Cimbrón para escribir al papa, al cardenal Deza y al provincial de los carmelitas sobre que se canonice a la madre Teresa de Jesús.
Al manifestar al rey Felipe II el cronista Cabrera de Córdoba que se había excedido en el castigo a los culpables y que en otras ciudades también aparecieron pasquines y no había adoptado medidas tan duras, dijo Felipe II:
“Agora sabéis y saben ellos donde están enseñados a llevar el decir al hacer, no se ha de aguardar a que hagan”. Y al recordarle el cronista las importantes aportaciones de los caballeros de Ávila al servicio de la Corona, añadió: “Es verdad, más, ¿no depusieron ahí al rey don Enrique y favoresçieron a Juan de Padilla, tirano?”