Cuando era estudiante de Historia, mi madre me habló de un vecino que era historiador, al que también le gustaban las piedras, que había sido profesor en no sé dónde en a saber qué universidad. Extrañado, pregunté quién era, pero no sabía su nombre, vagamente me dijo un apellido: Almeida.

Rápidamente, busqué información sobre él. Emilio Rodríguez Almeida, arqueólogo e historiador que realizó los primeros trabajos del Monte Testaccio, en Roma. Gran epigrafista, reconocido internacionalmente como experto en topografía urbana de la Roma Antigua, profesor en universidades italianas, francesas, suizas o norteamericanas y gran estudioso de Ávila…y era mi vecino.

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Algo no me cuadraba. ¿Cómo iba a ser mi vecino un distinguido especialista del mundo romano? ¿Estamos hablando del mismo anciano que acostumbraba a jugar con su gato a primera hora de la mañana en las escaleras de su casa, en pijama y batín, mientras tomaba el desayuno? ¿Acaso no se le reconocía?

Durante años, le vi pasar por mi calle a media mañana: traje impecable, corbata, perilla recortada, gabardina, bastón y sombrero. Destilaba elegancia y sapiencia a partes iguales. La viva imagen de un erudito, un personaje que permanecía en el siglo XX, y que no hubiera desentonado en ninguna tertulia intelectual de Cafés. Volvía a pasar diez minutos después, leyendo el periódico, olvidándose del bastón, que colgaba elegantemente del brazo.

Leí varias de sus obras – empezando por su imprescindible «Ávila Romana» -, con las que comparto algunas teorías y otras estar en desacuerdo, pero no puedo negar que fue un gran estudioso de Ávila y que muchos, de los estudios de la ciudad comienzan con sus investigaciones, siendo su obra de obligada referencia para arqueólogos, historiadores y abulenses.

De Rodríguez Almeida me hablaron amigos y conocidos míos, del cual me han contado alguna anécdota que denota cómo era el profesor. Puedo destacar el testimonio de un amigo que se lo encontró frente al sepulcro de El Tostado en la catedral, tirado en el suelo, intentando calcar una inscripción a través de los barrotes. E indirectamente también me hablaron de él sus amigos – los de verdad, ellos saben quiénes son – los que le acompañaban en sus paseos por la ciudad o en sus salidas de campo y con los que entablaba amigables e ilustradas conversaciones. Nunca me atreví a hablar con él, por no molestarle y supongo que por temor a no estar su altura intelectual. Por ello, no le conozco y no debería estar escribiendo estas líneas, pero si quisiera acabar contando dos encuentros que tuve con don Emilio.

Hace unos años, animado por conocer algo más de la figura del profesor, fui como oyente a una conferencia que impartía en el Colegio de Abogados de Ávila, «Ávila 1, 2, 3» dentro del ciclo «Construyendo voces» del festival de literatura oral Cuentacuarenta. Consiguió llenar la sala, y antes de comenzar me preguntaba si don Emilio, ya de edad avanzada, sería capaz de completar la conferencia. Cuando comenzó la explicación, el anciano profesor, de aspecto frágil, se transformó: Apareció el profesor. No sólo impartió una clase magistral sobre «las muchas Ávilas», si no que durante más de una hora – y podría haber seguido una más – habló con una vitalidad, lucidez y entusiasmo digno de un joven, denotando pasión en lo que hablaba y contagiando al público de su entusiasmo. Todo ello permaneciendo de pie, sin ayuda del bastón.

Durante esa hora, aprendí más que durante todo un año en la facultad.

El otro encuentro fue en 2011, si mal no recuerdo, en la reunión anual de la Institución Gran Duque de Alba, donde asistí para dar cuentas sobre un trabajo de investigación que estaba realizando para la Institucion. Rodeado de sabios, profesores, catedraticos, eminencias y figuras consagradas dentro del mundo de la cultura Abulense, fue el profesor Almeida quien pidió la palabra al término de la sesión. Durante su intervención, todos los asistentes, todos, se quedaron en absoluto silencio escuchando sus palabras y lo que me llamó más la atención en más de uno fueron sus miradas: de respeto y admiración.

No hubo aplausos, tampoco críticas. No hacía falta nada. Solo un silencio de respeto entre iguales que dicen más que mil palabras.

Descanse en paz, profesor. Su nombre queda ligado a la historia de Ávila para siempre, y Ávila estára en deuda con usted. Ojalá se le reconozca como merece, y se le haga justicia con los homenajes póstumos que vendrán, y que no supimos darle en vida.

 Sit Tivi Terra Levis, profesor.