Recuerdo con anhelo mis años de estudiante en Salamanca y en todas las vivencias, aventuras y desventuras que viví durante aquel tiempo que ahora me resulta tan feliz. Pronto descubrí que Salamanca tenía su propio lugar de reunión, donde casi todo el mundo queda a una hora determinada (o cinco, diez, quince minutos después…): El reloj de la Plaza Mayor. Bueno, quien dice el reloj de la Plaza Mayor dice bajo sus soportales, un espacio bastante amplio y con gran afluencia de gente en el que siempre hay gente esperando, puntuales, a sus amigos/conocidos/novi@s/citas/amantes.

Por eso, y como en ocasiones era algo difícil encontrarse debajo del reloj, en mi promoción de historia (los históricos), éramos y somos muy amantes de la historia (entre otras cosas) y por ello decidimos quedar en otro sitio, muy cerca de allí y menos concurrido, pero más acorde a nuestros estudios: el medallón de Franco. ¿Por qué? Ni idea. Alguien lo propuso, nos pareció gracioso y así pasamos a tener un nuevo punto de reunión: – ¡A las 11 en el medallón de Franco! —época ante-whatsapp— y siempre acudía alguien para salir de fiesta los jueves, o los martes.

La elección del sitio no tenía que ver en ninguna manera con la ideología, pues en el nutrido grupo de Historia cada uno era y es de su padre y de su madre, incluso de ideologías enfrentadas que quedaban a un lado cuando nos juntábamos, generando en el mejor de los casos debates interminables que terminaban con unas cervezas sin llegar a ningún acuerdo.

Una vez que nos fuimos conociendo cada vez más en la promoción de Historia, los grupos se fueron estrechando pasando a ser cada vez más pequeños, y fuimos dejando cada vez más solo al medallón de Franco. Fue entonces cuando un profesor preguntó a los ilustres ignorantes que atendíamos con mayor o menor fortuna a sus explicaciones quien era el personaje que había representado el medallón picado de la Plaza Mayor. ¿Qué hay un medallón picado? La pregunta nos sonaba a chino y nuestra cara sería un poema. Pero un listillo —reconozcámoslo, siempre hay uno— dijo, con aire de prepotencia: representa a Manuel Godoy.

Efectivamente, el medallón situado en el pabellón de los Petrineros, justo en el arco por el que se accede a la calle Prior, se encuentra un medallón que en su día representaba al «Príncipe de la Paz», el querido noble y primer ministro de Carlos IV, Manuel Godoy. Por todos es conocido su caída vino precedida, o mejor dicho dicho, acompañada, por el Motín de Aranjuez, (la noche del 19 de marzo de 1808), pero en el caso de Salamanca, el descontento popular, y sobretodo de los estudiantes de la Universidad, les llevó a organizar disturbios a modo de protesta que les llevaron a picar y destrozar el medallón que representaba el busto del ministro (22 de marzo de 1808).

Con esta lección, que nos hizo fijarnos en un detalle histórico que pasaba desapercibido para nosotros, nuestro grupo duro de amigos históricos —ellos saben quienes son— pasamos a establecer nuestro punto de reunión en el medallón de Godoy. ¡Nos vemos en Godoy! decíamos, estableciendo a modo de clave una tontuna que se convirtió en tradición, y que provocaba cara de extrañeza a quienes nos oía y que no comprendía. ¿Dónde quién?, preguntaban. Nada, dejalo, nunca lo enterías…

Como cada 20 de noviembre, se reaviva la polémica en torno al medallón de Franco, acrecentada por el Ayuntamiento de Salamanca que siempre hace mérito para salir a la palestra por proteger, ya sea con un plástico o una especie de carcasa, el maldito medallón. ¿Debería quitarse? Lo queramos o no, el medallón y Franco es parte de nuestra historia y por ello debería de permanecer allí expuesto, pero si su exposición supone un agravio a víctimas del franquismo y hay una Ley de Memoria Histórica que prohíbe específicamente estas representaciones, ¿por qué no quitarlo de una vez por todas y acabar con una polémica tan estúpida como duradera? Por otro lado el pobre Godoy. ¿Se debería restaurar su medallón y exponerlo en el lugar que hoy permanece picado? Ni tanto tan poco. El picado se ha mantenido como recordatorio anónimo de un acto social que se vivió en el siglo XVIII, y eliminarlo sería, igualmente, quitar una parte de nuestra historia.

La opinión de unos y otros puede no coincidir ni estar de acuerdo, pero el debate, a la vista de repetirse anualmente, tiene pinta de prolongarse en el tiempo, quizá con la esperanza de llegar al olvido, pero eso está lejos de suceder.

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